Elena, a quien conoces, pasó la semana pasada por un mal momento, camino de Málaga. Parece que durante el viaje ya se sintió mal y al llegar a la parada de taxis se desmayó. Por suerte iba con una compañera de trabajo, que pudo mal que bien sujetarla antes de que cayera al suelo de golpe. Recuperó rápidamente el conocimiento y esperó, primero tumbada y luego sobre una silla del vestíbulo, la llegada de la ambulancia. En la cola de los taxis aguardaba un médico y había podido examinarla: el pulso estaba algo bajo. Entró en el hospital con un cuadro que en urgencias calificaron de grave, aunque lograron estabilizarla en poco tiempo. A partir de entonces sólo cabía esperar su evolución y el resultado de varias pruebas. Un médico vino a verla a última hora de la tarde; le hizo algunas preguntas y le explicó lo que sabía sobre su enfermedad y también lo que sospechaba. Le ofreció quedarse unos días en el hospital, pero tampoco le prohibió que regresara a Barcelona, si así lo prefería: su cuerpo podía soportar perfectamente el viaje.
Sin embargo, optó por quedarse. En el hospital la habían atendido con diligencia y aunque no era especialmente cómodo menos lo era el ir y venir. Había ido a Málaga por asuntos de trabajo y pensaba pasar allí una semana: con suerte, pensó, aún podría aprovechar un par de días. Su marido, que también estaba de viaje, no llegó hasta la medianoche y, por supuesto, con más susto que ella. Insistió en quedarse en la habitación, sobre un sillón bastante doloroso. Antes de las siete de la mañana, y sin haber dormido un sólo minuto por contraste de la estentórea placidez con que lo había hecho el otro enfermo, le dijo a su mujer que iba a buscar hotel, a ducharse y a desayunar, y que luego volvería. No tardó más de dos horas. Todo ofrecía mejor aspecto, y ella en primer lugar. Empezó a dar instrucciones a su marido, entre las que descollaban los imperiosos trámites de la burocracia hospitalaria.
–Mira, ahí en la cartera está la tarjeta de la Seguridad Social. Coge también el carnet de identidad. Tienes que ir a admisiones, que creo que está en la primera planta.
Como sabes, el marido de Elena es un hombre calmado, aunque ese tipo de encargos dibujan, según me contó, su personal visión del infierno. Así que decidió que iba a ocuparse de la admisión hospitalaria con prioridad, ahora que se sentía saludable y animado y que aún faltaba tiempo para que la noche le pasara factura. Guardó la cola, mientras hacía unas llamadas y limpiaba de mensajes superfluos el móvil, o al menos eso es lo que habría hecho en su lugar. Lo cierto es que ya estaba delante del funcionario.
–¿Tiene la tarjeta de la Seguridad Social?
–Sí, y el carnet.
–Basta con la tarjeta.
–Pues tenga.
–Ah, es de Cataluña…
Ni por asomo habría pensado nunca que estuvo a punto de soltarle un «sí, ¿y qué pasa?», típico de catalán herido y que sospecha. Pero se contuvo.
–Sí, vivimos en Cataluña.
–Ya, el mismo problema… ¿Tiene usted el número de la Seguridad Social?
–Bueno, el número está en la tarjeta.
–No, no está.
–Pero ¿cómo no va a estar?
–No está. Las tarjetas de Cataluña son las únicas de España que no llevan el número. Ya se imaginará que no es la primera vez que nos pasa.
Al llegar a este punto me contó que le empezaron a temblar las piernas, y luego pensó si habría sido del cansancio, de la perplejidad y la ira, o del coupage. Lo cierto es que tenía a su mujer con un grave accidente de salud en el hospital y que no podía arriesgarse a armar el escándalo que su puto país (así lo dijo) merecía. Se acodó frente a la funcionaria, cara a cara.
–¿Qué puedo hacer?
–¿Tiene una nómina de la paciente?
–No, no tengo una nómina. Esto ha sido una urgencia completamente inesperada. ¿Cómo voy a tener una nómina!
–Allí viene, en la nómina viene. Tendrá que llamar, que se lo den.
–¿Adónde?
Estuvo dando muchas vueltas entre robots, hilos musicales y algún intervalo humano. Al final, y ya temiendo que le hubieran de ingresar, aunque reconfortado (todo hay que decirlo) por la cercanía de los quirófanos, llamó a Tesorería, eso recordaba vagamente. Una voz de mujer, fina y catalana, descolgó. Le explicó, me lo imagino perfectamente, con su habitual afán pedagógico, que su mujer estaba ingresada, que necesitaban su número de la seguridad social para facturar la estancia y que el número no estaba en la tarjeta. La mujer parecía saber perfectamente de lo que le hablaban, porque le hizo preguntas como siguiendo un protocolo de certezas.
–¿Su Dni…?
–…
–¿Nombre de los padres…?
–…
–¿Nacido en?
Después de esta pregunta la mujer bajó repentinamente la voz. Algo estaba diciendo.
–¿Perdone…?
Estaba dictando algo, lentamente, y después de aplastarse el teléfono contra la oreja el marido de Elena entendió que eran números, y que le mandaba tomar nota.
–Le oigo muy mal, pero voy a ver si puedo apuntar. Diga.
–2, 4,…
–¿No puede hablar un poco más alto?
Entonces la mujer subió un poco la voz y desde luego el tono.
–Es que no puedo hablar alto. Es que tengo prohibido hacer esto. Pero es que estoy harta de esta pandilla de gilipollas, y de que me llamen cada día personas como usted con problemas, los problemas en los que nos meten estos gilipollas. Intente tomar nota, por favor.
Cuando colgó se habría arrodillado ante aquella funcionaria enérgica y ejemplar que había cumplido con su obligación saltándose las normas. Pero le dio como asco pensar eso. Era España entera la que debía arrodillarse ante él. Subió hasta la habitación y antes de entrar se arregló la cara para decirle, cariño, que todo estaba en orden. Cuando por la noche llegó al hotel abrió su ordenador y escribió en google «tarjeta sanitaria catalana». De inmediato se encontró con el blog de
la familia Fernández-Franch y el descubrimiento puede ser comparado a la hipótesis de que Alonso Quijano hubiese dado con un compañero para hablar de gigantes. Escribía aquel héroe civil, y nuestro amigo lo iba repitiendo en la abandonada noche de Málaga:
«En Cataluña tenemos unos gobernantes que son listísimos y se preocupan más de joder a los catalanes que de ayudarlos; así que se sacaron de la manga una tarjeta sanitaria donde sólo aparece el número de afiliación a “CatSalud”. Con esta tarjeta no te darán cobertura de la Seguridad Social en ningún lugar de Europa, incluido el resto de España. El resto de comunidades sigue manteniendo el número de afiliación en la tarjeta; pero los catalanes tenemos que hacernos la Tarjeta Sanitaria Europea, que sí tiene el número, para que nos atiendan en toda Europa, incluida el resto de España, pero no así en Cataluña, ¡donde no es válida! y en la mayoría de ambulatorios no saben ni lo que es. No me extraña que no paremos de recibir visitas al Centro de Atención e Información de la Seguridad Social (CAISS), donde trabajo, de madres y padres solicitando la tarjeta sanitaria europea porque sus hijos se van de viaje de fin de curso escolar fuera de Cataluña.»
Elena, bien, recuperada.
Sigue con salud
A.
Pues eso. De paletos, porque la cosa no tiene otro nombre.
El hecho lo relata Arcadi Espada en su
blog.